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Foto del escritorAlejandra Pintos Anelo

Perdón, Britney

El documental Framing Britney Spears es un doloroso testimonio de lo tóxico y misógino que es el mundo del espectáculo



Recuerdo exactamente el momento en el que vi a Britney Spears rapándose la cabeza. Tenía 15 años y estaba obsesionada con el canal E! Entertainment, que miraba en la casa de mi abuelo. En el programa de noticias mostraron el famoso video en el que se la ve de canguro gris, holgado, con los ojos delineados de negro. Es claro que ella no quiere ser mirada y crea una distancia desde su vestimenta. Después de un intercambio con la peluquera toma con sus propias manos una máquina y sonríe, aliviada, mientras caen los mechones a su lado. Al parecer la cantante no quería que nadie más la tocara y, por eso, se cortó el pelo.


Los conductores presentaron este hecho como un colapso nervioso de la cantante. Hablaban con una falsa solemnidad, esa que oculta el verdadero disfrute y el morbo. Yo misma no podía dejar de mirar, me costaba entender cómo esa mujer que parecía tenerlo todo podía “enloquecer” así.


Pero pasaron 13 años y ahora lo comprendo perfectamente. Entiendo que la vida a veces se vuelve demasiado y todos tenemos nuestros momentos de crisis, la diferencia es que la de ella fue pública, fotografiada y televisada, analizada hasta el más mínimo detalle. Todos querían un “pedazo” de ella, como canta en la canción “Piece of me”. Eso es lo que muestra el desgarrador documental Framing Britney Spears, una colaboración entre The New York Times y Hulu.


Desde niña, Britney siempre supo que se quería dedicar al mundo del espectáculo. Tenía una voz poderosa, profunda, grave, muy distinta a la que conocemos a través de sus discos (probablemente ese cambio haya sido una estrategia de la discográfica). Su familia veía el potencial y por eso pagaron clases de canto y baile en Nueva York, a las que viajaba desde Mississippi acompañada por su madre. Luego, la dejaron a cargo de una amiga de la familia, Felicia Culotta, que con el tiempo se convertiría en su confidente. Culotta es el personaje más entrañable del documental, una de las pocas que siempre se preocupó por el bienestar de la cantante.


Después de Baby One More Time, Britney alcanzó una popularidad nunca antes vista, lo que le valió el título de “princesa del pop”. En aquel momento la escena la dominaban hombres, con bandas masculinas como NSYNC y Backstreet Boys y, de repente, todos los ojos estaban puestos en ella. En las entrevistas le preguntaban si había perdido la virginidad y le hacían comentarios sobre sus pechos y ella, siempre dulce y amable, contestaba como podía, intentando no incomodar a nadie —pero visiblemente incómoda—.




Lo que empezó como un enamoramiento de los tabloides con Britney, terminó en una relación tóxica. Para 2005, era presentada como una femme fatale, enamorada de la fiesta, una mala madre. Cada vez que salía de su casa tenía decenas de paparazzos rodeándola, cegándola con sus flashes, tocándola, gritándole. Y cada vez que ella perdía la calma, o se equivocaba, ellos volvían a la carga con aún más intensidad. Sus idas al hospital eran transmitidas en directo, con tomas aéreas desde helicópteros. Uno de los pocos hombres sensatos fue el documentalista Michael Moore, que dice al aire: “Tal vez sería un poco menos triste sin tan solo la dejamos tranquila y le permitimos que continúe con su vida”.


Esto, además, trajo consecuencias muy reales para Spears, que perdió la custodia de sus hijos y vio su libertad coartada al quedar bajo la tutela legal de su padre, a pesar de ser una mujer adulta, talentosa y capaz. “¿Qué se puede decir sobre la misoginia? Hay toda una infraestructura que la sostiene, y cuando es momento de derribar a una mujer, hay todo un aparato listo para hacerlo”, explica, elocuentemente, uno de los periodistas del New York Times entrevistados en el documental.


La fama de por sí es una carga pesada, pero cuando se trata de una mujer es aún peor. Para entenderlo, basta con ver el monólogo de Jay Leno burlándose de las desgracias de Spears o la entrevista de David Letterman a Lindsay Lohan en 2013, cuando él se ríe de los esfuerzos de la ex estrella Disney por rehabilitarse. Ella termina llorando.



Las mujeres, pareciera, no pueden ser otra cosa que perfectas. Madres abnegadas, trabajadoras incansables, delgadas, jóvenes y bellas. Cualquiera que se desvíe, será castigada. Los hombres —que por supuesto también sufren la fama— en cambio son perdonados con otra rapidez, como Robert Downey Jr, o su mal genio es retratado como una característica inherente a su talento.


Afortunadamente, gracias a la cuarta ola feminista esto está cambiando y los medios atraviesan un proceso de revisión de la forma en la que plantean sus coberturas. No creo, tampoco, en demonizar a los medios. Simplemente magnifican elementos arraigados en la sociedad, como el morbo, la burla y, por supuesto, la misoginia. El patriarcado está muy arraigado y no va a caer tan fácilmente, sino que es un proceso (les recomiendo seguir a @mujeresquenofuerontapa). Por ejemplo, hace tan solo unas semanas, todos se burlaban del rostro de Demi Moore tras el desfile de Fendi. No está permitido envejecer, pero tampoco operarse.


Lo que podemos hacer como lectores es rechazar las viejas formas, denunciar y apoyar a quienes hacen las cosas de otra manera. Tenemos que hacernos cargo como consumidores de noticias y dejar de alimentar esa máquina perversa. Se lo debemos a mujeres como Marilyn Monroe, Anna Nicole Smith, Amy Winehouse, Lindsay Lohan, Amanda Bynes y muchas más que se han visto destrozadas por el escarnio público.


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