Me levanté a las 7:30 de la mañana, tenía una entrevista a las 9:00 en la otra punta de la ciudad, en Carrasco. Luego, a las 12 una reunión en Pocitos, de la que tenía que salir a las 13:10 para llegar a tiempo a otra, a las 14:00 al LATU —de nuevo en Carrasco—. En el medio tenía que pasar por casa a comer algo. Repasé el itinerario y me abrumé de tan solo pensar en la logística de desplazamiento, sin tener en cuenta el esfuerzo mental que me implicaría estar presente en esas reuniones. Pero, a medida que fue progresando la mañana, empecé a sentir adrenalina, “así se debe de sentir el éxito”, pensé —salvo la parte de ir en ómnibus de un lado al otro—. Le conté a varias personas sobre mi día de peripecias, aún sin poder creer que había sobrevivido. Y, en el fondo, alardeando. Es que mi generación ve como algo deseable estar ocupado. Decir “estoy al palo” no solo es una excusa, sino también una medalla de honor. Multitasking, freelancing y coliving, nombres cool para describir una vida en la que no hay tiempo para dedicarse a nada, ni lugar físico que nos refugie. Multiempleos precarios, viviendas precarias. “En general, descubrimos que una persona ocupada es percibida como de alto status, e interesantemente, estas atribuciones de status están fuertemente influenciadas por nuestras creencias sobre movilidad social. En otras palabras, cuanto más creemos en la meritocracia, más tendemos a pensar que las personas que se saltean el ocio y trabajan todo el día pertenecen a una clase superior”, explican en este artículo de Harvard Business Review. Hace 100 años -o 20- los ricos eran los poseedores del tiempo libre, porque se lo podían pagar. Pero hoy no, nos vendieron que triunfar era trabajar sin parar, incluso cuando alcanzaste la estabilidad económica que, seamos honestos, muy pocos alcanzaron. “No pares cuando estés cansado, pará cuando termines”, rezaba un cartel en un cowork.
Performative workaholism, le llamaron en el New York Times. Algo así como “adicción funcional al trabajo”. Esa es nuestra gran enfermedad (que deriva en una pobre salud mental).
Y si a pesar de todo eso logramos tener un pasatiempos, sentimos la necesidad de capitalizarlo. ¿Quién puede darse el lujo de rechazar el dinero extra? Los costos de vivir solo, por ejemplo, son casi prohibitivos en Montevideo y en la mayoría de las capitales del mundo (después se quejan de los que se quedan con los padres hasta los 30 años). Además tenemos que viajar dos veces al año, pagarnos cafés de 150 pesos, comer paltas, ir a yoga, cambiar de celular, pagar terapia para resolver los traumas que heredamos, comprar ropa nueva y transmitirlo en vivo por Instagram. Todo eso es plata y lo pagamos con nuestro tiempo.
Para muchos nosotros los millennials no queremos crecer. Pero no nos dejan. Nos pasamos generando plusvalía para otros —no se dejen engañar por “la fiebre emprendedora”, son pocos los que pueden darse el lujo de invertir su tiempo y dinero en sí mismos— y llegamos agotados al final del día o de la semana. Tener que ir a hacer las compras, limpiar el apartamento o hacer ejercicio resultan tareas titánicas. Estoy segura que no soy la única que ha preferido perder plata antes que hacer un trámite.
Esta relación tóxica que tenemos con el relax y con el tiempo que le dedicamos a nuestra propia vida nos lleva a tener hábitos pocos sanos como pasarnos todo un fin de semana encerrados viendo Netfilx y comiendo chatarra (en mis años de estudiante-pasante-freelance-vivosola incluso no comía en todo el día con tal de no moverme). O salimos y abusamos del alcohol, porque no queremos pensar en todo lo que tendríamos que estar haciendo. Eso no se disfruta, porque después de los excesos viene la culpa.
Hay una marca de ropa deportiva, Outdoor Voices, que creó el hashtag #DoingThings, lo que tal vez sea el zeitgeist de nuestra generación. Hacemos cosas, siempre estamos haciendo cosas.
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